Casa de la Pasta

Cómo aprendí que todo el mundo es bueno

Son las 12 de la mañana de un jueves cualquiera de abril. Empieza a hacer calor y voy de camino al restaurante de mis padres.

Tengo mil cosas en la cabeza, pero justo antes de meterme aún más en mi película, empiezo a ver a mi padre colocando las sillas de la terraza y recuerdo una cosa que  siempre me decía de pequeña…

“¡Hola papo! Oye, cuéntame eso que me contabas cuando era chiquitita de que todo el mundo es bueno”

Mi padre termina de colocar las sillas, pasa un trapo a la mesa y trae algo de beber.

 

La Casa de la Pasta

 

Con su característica sonrisa hace un gesto para que me siente con él y me cuenta la siguiente historia:

Sabes, cuando era pequeño y vivía en las chabolas de la Plaza Santa María, todos decían siempre que los gitanos éramos los mejores.

Yo crecí pensando eso, que, junto a los míos, era el mejor por el simple hecho de ser gitano.

Cuando llegamos a Alemania nos fuimos a vivir a un barrio en el que había de todo menos alemanes. Yo me apunté al equipo de fútbol y descubrí una cosa muy curiosa:

 

La casa de la pasta

Un retrato de mi abuela Isabel a la izquierda y varios cuadros de la Plaza Santa María en los años 60.

 

Todos pensaban que eran los mejores: los yugoslavos, italianos, griegos, portugueses… Todos estaban convencidos de que su forma de ver el mundo era la auténtica y la única que valía.

Entonces me dí cuenta de que, si todos pensaban que estaban en posesión de la verdad, era bastante probable de que ninguno lo estuviera… ni siquiera yo.

Eso me desconcertó bastante. Resultaba que eso significaba que todos teníamos nuestra parte de razón, es decir, que no había buenos ni malos como hasta entonces pensaba yo.

Sí, sí, yo pensaba que los gitanos eramos los buenos y que todos los demás eran los malos… y fíjate, resultaba que no había buenos ni malos, solo visiones diferentes según dónde y cómo te habías criado… Visiones diferentes según tu experiencia.

 

 

Ese descubrimiento me sirvió para entender también mejor a los alemanes. Imagínate, yo venía de un sitio en el que no tenía ni luz ni agua corriente y llegué a un país (la Alemania occidental de los años 70) en el que poseer cosas te definía como persona.

¿Tú sabes lo raro que era eso para mí?

Pero al jugar con todos esos chavales de tantas partes del mundo al fútbol, entendí también que los alemanes no eran raros, eran diferentes a mí. Ni mejores ni peores, solo tenían vivencias distintas a las mías.

Esta conclusión me abrió la mente y me permitió relacionarme con personas muy diferentes a mí.

Por eso, siempre os he dicho a tu hermana y a tí que todo el mundo es bueno… mientras que no se demuestre lo contrario.

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